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Satori

18 de junio de 2017

He contado en una entrada anterior la vez que decidí ser carnívoro el resto de mi vida. Sucedió en la Argentina, país propicio a la buena carne, en un campo en las afueras de Mendoza. Todo era ideal: la carne, el vino, el ambiente. Fue un momento digno de justificar el eterno retorno.

Ese fue el día en el que abandoné el prejuicio urbano (debo decir, de algunos urbanitas) de la sacralidad de la naturaleza. Los animales son hermosos, también en mi plato.

Y acepté en mi corazón, todavía sin conocerla, la frase atribuida a Fran Lebowitz que leí años después en Brasil: “Mi animal preferido es el bife” (1).

(1) de Lara, José Francisco (comp.), ‘Ironia. Frases soltas que deveriam ser presas’, Cócegas Editora, Curitiba, 2005, p. 79. 

24 de agosto, 10 años, dos charlas, una milonga

24 de agosto de 2009

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El 24 de agosto de 1999 (lo recuerdo con precisión porque era el centenario del nacimiento de Borges) dicté una charla en un congreso de derecho internacional que se celebró en Mendoza, Argentina. La charla fue sobre la despenalización de las drogas y provocó una interesante polémica que se debatió en concurrido taller. Hoy, precisos diez años después, en Ciudad de Panamá, dicté otra. Ésta, sobre el sistema interamericano de protección de los derechos humanos, en cuya sesión inaugural (porque el asunto durará 5 días) hablamos sobre las relaciones entre el principio de no intervención y la protección de los derechos humanos (con énfasis en la experiencia latinoamericana), entre el derecho internacional y los derechos internos de los Estados, entre el derecho internacional regional (sistema interamericano) y el derecho internacional universal (sistema de Naciones Unidas), entre el sistema regional interamericano de protección de los derechos humanos y el sistema regional europeo ídem, entre la relación jurídica entre el individuo y el Estado, para terminar la intervención con una breve mención a la historia de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en su función de protección de los derechos humanos. Salió muy bien, buen diálogo, buen ambiente.

10 años pasaron: más curtido, pero con similares ganas de sorprenderme como cuando era pibe, como cuando leí, por ejemplo (para seguir con Borges en este día de su natalicio) el primer poema que de Borges yo leí, en una enciclopedia Salvat infantil que todavía conservo y que me despertó la curiosidad y el gusto por la literatura. Una milonga, la de Borges, cuya música compuso el enorme Aníbal Troilo y que, por una razón obvia, sentí cercana (vídeo con sentido rasgado de guitarra, in fine).

Milonga de Manuel Flores

Manuel Flores va a morir,
eso es moneda corriente;
morir es una costumbre
que sabe tener la gente.

Y sin embargo me duele
decirle adiós a la vida,
esa cosa tan de siempre,
tan dulce y tan conocida.

Miro en el alba mis manos,
miro en las manos las venas;
con extrañeza las miro
como si fueran ajenas.

Vendrán los cuatro balazos
y con los cuatro el olvido;
lo dijo el sabio Merlín:
morir es haber nacido.

¡Cuánto cosa en su camino
estos ojos habrán visto!
Quién sabe lo que verán
después que me juzgue Cristo.

Manuel Flores va a morir,
eso es moneda corriente:
morir es una costumbre
que sabe tener la gente.

Yo era un vegetariano

9 de septiembre de 2008

Yo era un vegetariano (pronúnciese como el "yo era un infeliz" de El Sendero de Warren Sánchez). Todavía adolescente, imbuido del Tao y de otras yerbas orientales, yo fui vegetariano. Épocas difíciles eran esos mediados de los noventa y poco más. Mi abuela, donde he solido comer semana tras semana durante años de años, sólo en tiempos recientes, con mi primo Miguel como veggie estricto, ha sosegado sus ímpetus y le preparaba a Miguel un menú distinto al de los demás. En mis tiempos de vegetariano, mi abuela no entendía de privaciones cárnicas. O era el plato o la furia. Lo dicho, eran tiempos difíciles. Duré de vegetariano poco menos de un año, me aburrí y lo dejé.

Un par de experiencias confirmaron el acierto de mi decisión. La primera: caminaba sólo por el centro de Guayaquil, cerca del parque Centenario, horas de almuerzo. Al paso, apareció un restorán vegetariano cuyo nombre no recuerdo ni quiero recordarme. Entré y escuché una música extraña y una TV prendida en las noticias de Ecuarrisa. Servían menú. Me senté y lo pedí. A unos pasos de mi mesa, un triste pintor local rumiaba su plato. Casi que podía contarlas, treinta y tres veces masticaba, treinta y tres. A ese paso, tal vez incluso desarrollaba cuatro estómagos el pobre. La imagen era penosa. Se acercó la mesera con mi plato (estaba a punto de escribir “comida”, pero el término es excesivo) y le pregunté si lo que escuchábamos, que no era Alfonso Espinoza de los Monteros, era música, para alguien, en alguna parte. Ella dijo que sí y yo preferí no insistir. Asentó el plato en la mesa y éste era el plato de César Vallejo, era un domingo de languidez miserable: unos vegetales desparramados como si fueran el resultado de un verde accidente y un arroz como yo nunca lo había visto, que juro que si tuviera que mostrar en un único elemento la miseria del tercer mundo, escojo ese arroz. Todo el conjunto era patético y me deprimió. Avancé un poco pero no pude, abandoné, pagué y me fui. Comí en casa y juré nunca volver a tanta tristeza.

La segunda tiene lugar en las afueras de Mendoza, Argentina. El restorán se llamaba Martín Fierro. Estábamos en un Congreso de Derecho Internacional en esa ciudad donde vive tanta gente que tanto quiero. Fuimos en la combi de Augusto Martiniano Guevara, me acuerdo como ayer. Llegamos. Éramos, no sé, 50 ó más personas, amigos, conocidos de América latina, en plan de estudios que siempre deriva a emociones de toda índole, donde se juegan hígado y corazón. El día era soleado en la campiña mendocina y el azul del cielo, casi insolente. Las porciones de carne eran generosas (bife de chorizo, asadito de tira, cuadril, morcilla, chorizo, todo el equipo, ¡que venga la vaca!) y, sobre todo, sobre todo, exquisitas, orgasmos en el paladar, más todavía acompañados de malbec mendocino, copas, risas, grata compañía, chicas hermosas. La que nos atendía era un delirio ajustado en su pantalón negro. Todos los sentidos fueron satisfechos. A la segunda botella de tinto, yo ya tenía claro mi juramento: jamás volvería a ser vegetariano, nunca jamás. Si un desgraciado doctor me llega a decir que lo mío es la carne o la muerte, me suicido con un asado de tira.

Muchos años después, en Río de Janeiro, tierra de picanha, me compré un libro titulado “Ironia. Frases soltas que deveriam ser presas” donde encontré esta precisa frase, que transcribo en su portugués original y suscribo sin demora: “Meu animal preferido é o bife”. Yo sólo le añadiría, de chorizo, por favor.