Yo era un vegetariano (pronúnciese como el "yo era un infeliz" de El Sendero de Warren Sánchez). Todavía adolescente, imbuido del Tao y de otras yerbas orientales, yo fui vegetariano. Épocas difíciles eran esos mediados de los noventa y poco más. Mi abuela, donde he solido comer semana tras semana durante años de años, sólo en tiempos recientes, con mi primo Miguel como veggie estricto, ha sosegado sus ímpetus y le preparaba a Miguel un menú distinto al de los demás. En mis tiempos de vegetariano, mi abuela no entendía de privaciones cárnicas. O era el plato o la furia. Lo dicho, eran tiempos difíciles. Duré de vegetariano poco menos de un año, me aburrí y lo dejé. Un par de experiencias confirmaron el acierto de mi decisión. La primera: caminaba sólo por el centro de Guayaquil, cerca del parque Centenario, horas de almuerzo. Al paso, apareció un restorán vegetariano cuyo nombre no recuerdo ni quiero recordarme. Entré y escuché una música extraña y una TV prendida en las noticias de Ecuarrisa. Servían menú. Me senté y lo pedí. A unos pasos de mi mesa, un triste pintor local rumiaba su plato. Casi que podía contarlas, treinta y tres veces masticaba, treinta y tres. A ese paso, tal vez incluso desarrollaba cuatro estómagos el pobre. La imagen era penosa. Se acercó la mesera con mi plato (estaba a punto de escribir “comida”, pero el término es excesivo) y le pregunté si lo que escuchábamos, que no era Alfonso Espinoza de los Monteros, era música, para alguien, en alguna parte. Ella dijo que sí y yo preferí no insistir. Asentó el plato en la mesa y éste era el plato de César Vallejo, era un domingo de languidez miserable: unos vegetales desparramados como si fueran el resultado de un verde accidente y un arroz como yo nunca lo había visto, que juro que si tuviera que mostrar en un único elemento la miseria del tercer mundo, escojo ese arroz. Todo el conjunto era patético y me deprimió. Avancé un poco pero no pude, abandoné, pagué y me fui. Comí en casa y juré nunca volver a tanta tristeza. La segunda tiene lugar en las afueras de Mendoza, Argentina. El restorán se llamaba Martín Fierro. Estábamos en un Congreso de Derecho Internacional en esa ciudad donde vive tanta gente que tanto quiero. Fuimos en la combi de Augusto Martiniano Guevara, me acuerdo como ayer. Llegamos. Éramos, no sé, 50 ó más personas, amigos, conocidos de América latina, en plan de estudios que siempre deriva a emociones de toda índole, donde se juegan hígado y corazón. El día era soleado en la campiña mendocina y el azul del cielo, casi insolente. Las porciones de carne eran generosas (bife de chorizo, asadito de tira, cuadril, morcilla, chorizo, todo el equipo, ¡que venga la vaca!) y, sobre todo, sobre todo, exquisitas, orgasmos en el paladar, más todavía acompañados de malbec mendocino, copas, risas, grata compañía, chicas hermosas. La que nos atendía era un delirio ajustado en su pantalón negro. Todos los sentidos fueron satisfechos. A la segunda botella de tinto, yo ya tenía claro mi juramento: jamás volvería a ser vegetariano, nunca jamás. Si un desgraciado doctor me llega a decir que lo mío es la carne o la muerte, me suicido con un asado de tira. Muchos años después, en Río de Janeiro, tierra de picanha, me compré un libro titulado “Ironia. Frases soltas que deveriam ser presas” donde encontré esta precisa frase, que transcribo en su portugués original y suscribo sin demora: “Meu animal preferido é o bife”. Yo sólo le añadiría, de chorizo, por favor. |
Yo era un vegetariano
9 de septiembre de 2008
Etiquetas: Argentina, El sendero de Warren Sánchez, Les Luthiers, Mendoza, Vegetarianismo
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3 comentarios:
Denme ternera o denme la muerte che!
Yo muero en un lomo doble pechuga. Existen!!! Y son maravillosos.
Uffff, ¡ternera, ehhhh! Y Fernando: doy fe.
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