Genialidad, para mí, es ejecutar
lo difícil de manera sencilla. Pondría el taquito de Marcelo Antonio Trobbiani como
un ejemplo de cómo un genio resuelve una situación de apremio (el ataque de
tres defensas alemanes en la final de la Copa del Mundo del ’86). Porque hay un
detalle adicional: la ejecución de un genio rezuma elegancia.
Esto, pero los 90 minutos,
es Lionel Messi, de ahí el tamaño homérico de su paso por este deporte. Su
grandeza requiere de una adecuada dosificación, por eso su mente genial no
autoriza el gasto innecesario: toda movida de su ligero cuerpo satisface un
propósito en la economía del juego colectivo.
Al final de los partidos,
su entrenador lo elogia: espectacular, extraordinario, nadie como él. Es un
sincero reconocimiento que le tributa, porque Messi resuelve, en tiempo presente
y de forma mejorada, cualquier aspecto
del juego que su entrenador haya podido pensar. ¿Qué le podría decir a Messi,
que él intuitivamente no sepa mejor?
Nada. Únicamente le queda callar y admirarlo. Lo más honesto que el D. T. Ernesto Valverde del F. C. Barcelona puede
decirle es: “Anda, Lio, diviértete”. Y así ganamos todos.
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