En estricto rigor, no fuimos ‘Estado
de Quito’ porque, dado un número igual de
representantes por cada provincia, la voluntad de los representantes de dos
provincias suman más que los de una. La provincia de Quito estuvo sola frente a
las de Guayaquil y Cuenca, que no iban a permitirle a Quito que les imponga un
‘de Quito’ en el nombre del nuevo Estado
independiente que estaban formando en esos días de agosto y septiembre de 1830.
Quito no se iba a llamar, de eso estaban seguros los guayaquileños y los cuencanos.
Como lo advirtió Santander, en los tiempos en que Quito fue parte del Distrito
del Sur de Colombia: ‘Cuenca y Guayaquil no se ligan con los quiteños’.
Esto era así, a pesar de que Quito gozaba de los pergaminos de la
antigüedad de su fundación en 1534 y de su condición de capital de una Audiencia
desde 1563. Los primeros poblados españoles que se fundaron en el territorio hoy
ecuatoriano se llamaron ‘de Quito’
(Santiago de Guayaquil, originalmente la ciudad de ‘Santiago de Quito’,
y la villa de San Francisco de Quito, fundadas en una quincena del mes de agosto de 1534) y con ese nombre se conoció a un vasto territorio en los Andes
ecuatoriales desde tiempos pre-hispánicos.
El problema de Quito era que tenía un gran pasado (sus éxitos eran
muy de la Casa de Austria, por así decirlo) pero en los días de decidirse el
nombre del nuevo Estado sudamericano independiente, tenía un muy flojo presente.
Las reformas borbónicas del siglo XVIII habían aniquilado la economía de la
vieja Quito y, dada su condición débil y periférica, la Metrópoli, en vez de
rescatarla, le empezó a restar importancia: desde el último cuarto del siglo
XVIII la desmembró por todos los puntos cardinales. En rápido repaso, a cargo
de Federica Morelli:
“[Quito] sufrió numerosos recortes
jurisdiccionales: en 1779 la creación de un nuevo obispado en Cuenca privó a la
jurisdicción eclesiástica de Quito de su dominio sobre Guayaquil, Portoviejo,
Loja, Zaruma y Alausí; el paso en 1793 de Esmeraldas, Tumaco y La Tola (en la
costa septentrional) bajo la jurisdicción de Popayán por orden del virrey de
Nueva Granada; la creación en 1802, mediante Cédula Real, de una nueva diócesis
y de un gobierno militar en Mainas, directamente dependientes de España; y
finalmente, la anexión al virreinato del Perú en 1803 del gobierno de
Guayaquil, que escapaba así a las jurisdicciones de Quito y de Santa Fe,
impuesta por una nueva Cédula Real” (‘Las declaraciones de independencia en
Ecuador: de una Audiencia a múltiples Estados’, en: Morelli, Federica (comp.), ‘De los Andes al Atlántico: Territorio, Constitución y ciudadanía en la crisis del Imperio Español’, Editorial Universidad Andina Simón Bolívar, Quito, 2018, pp. 76-77).
Es en este contexto que debe entenderse la revolución del 10 de
agosto de 1809. Lo ocurrido en esas jornadas interandinas tiene que ver con un
movimiento independentista tanto como Abdalá Bucaram con la honestidad fiscal y
el respeto a la institucionalidad, o tanto como el culo con las témporas. Es
decir, nada en absoluto. El 10 de agosto debe entenderse como la reacción
política de las élites quiteñas para enfrentar su crisis económica y los
recortes jurisdiccionales sufridos en las décadas precedentes, relatados por
Morelli. Con la excusa de la creación de una Junta Suprema para enfrentar a los
franceses, estos hombres trataron de reconfigurar su situación política, a fin
de obtener dos resultados: 1) Dar
salida a los productos quiteños para Panamá; 2) Colocarse en una situación de primacía administrativa frente a
sus provincias vecinas de Popayán, Guayaquil y Cuenca.
La élite quiteña fracasó escandalosamente en sus dos propósitos de
1809. Dentro del año siguiente a su revolución ella fue sometida, la mayoría de
sus cabecillas asesinados, e igual suerte corrió alrededor del 1% de la
población de Quito en la jornada aciaga del 2 de agosto de 1810. Estas acciones
fueron ejecutadas por tropas enviadas y aplaudidas por las provincias vecinas,
entre ellas las de Guayaquil y Cuenca con las que Quito conformará un nuevo Estado
veinte años después. A la saña de su vecindario (se debe añadir a la provincia
de Popayán) se le debe sumar la complacencia de Dios, de quien según dice
nuestro himno nacional ‘miró, y aceptó el
holocausto’ que perpetraron en la pobre Quito.
Y tanto lo aceptó Dios, que la suerte de Quito se mantuvo
invariable de mala (Dios diciendo: ‘¡Ya
qué chucha!’). A una segunda Junta Suprema de Quito la terminó por someter
el poderío militar español, a cargo de Toribio Montes y su muchachada. Después
de diciembre de 1812, como lo dejó escrito el ilustre quiteño Luciano Andrade
Marín, los quiteños “quedaron postrados,
desangrados y sometidos al más riguroso dominio español; sin maneras ya de
sacudirse de él por sí mismos, sino esperando en la ayuda de alguien que los
rescatara.” (‘El Ilustre Ayuntamiento quiteño de 1820 y la gloriosa
revolución de Guayaquil’, en: Muñoz de Leoro, Mercedes (comp.), ‘Memorias históricas de la biblioteca
municipal González Suárez’, Editorial Abya-Yala, Quito, 2003, p. 75.)
A Quito, entonces, la ‘rescataron’ tras la Batalla del Pichincha
de mayo de 1822, pero no para liberarla y darle la autonomía que ella pensó
para sí misma en agosto de 1809, sino para someterla a un yugo distinto: si
antes el yugo era europeo y monárquico, ahora sería americano y republicano.
Porque el cambio únicamente confirmaría las desmembraciones de Quito, pues
durante el yugo americano y republicano (debo decir: bolivariano) el Congreso
de Colombia aprobó una Ley de División Territorial en junio de 1824, que
significó que en 1832, tras unas derrotas militares y la firma del Tratado de Pasto, se perdieran de manera definitiva los históricos territorios norteños vinculados
con la provincia de Quito, que desde entonces son colombianos. Fue el final de
un proceso empezado cuando Quito era parte de España, que se perfeccionó
mientras fue parte de Colombia y que se cerró en los albores del Ecuador. Es la
historia de una triste y larga derrota.
Ahora, esta honda debilidad explica el porqué el nuevo Estado
independiente de 1830 no se llamó ‘Estado
de Quito’: dicha provincia no estaba en condiciones de imponerle su nombre
a nada. Pero resta entonces por explicar el porqué se llamó ‘Estado del Ecuador’.
Esta historia tiene un nombre clave: Simón Bolívar. El nombre de
Quito, durante los tiempos colombianos, había cedido su lugar a una invención
bolivariana, el ‘Departamento del Ecuador’,
puesto que la línea imaginaria que pasa cerca de Quito había avivado el singular
genio del Libertador. Es casi una humorada que las otras dos provincias que
luego conformaron el Estado del Ecuador junto a Quito en 1830 le hayan
permitido a Quito que el nuevo territorio lleve su nombre… pero no su nombre
histórico de tiempos pre-hispánicos, sino este apodo que le había impuesto
Bolívar durante el episodio colombiano, que le había salido a él de sus santos y
libertadores cojones. Uno puede imaginarse así un diálogo de los representantes
de cada provincia para arribar a un acuerdo sobre el nombre ‘Estado del Ecuador’:
QUITEÑO.- ‘Bueno señores, ha llegado
la hora de acordar el nombre del nuevo Estado. Los representantes de la
histórica Quito proponemos que el lugar lleve el nombre de su antigua capital,
el nombre de su Audiencia, el nombre del Reino que existió en estas tierras
desde antes de la llegada de los europeos. Proponemos que el nuevo Estado se
llame ‘Estado de Quito.’
GUAYAQUILEÑO.- ‘Amigazo, Quito no se va a
llamar.’
CUENCANO.- ‘No. Ni por putas.’
QUITEÑO.- ‘Pero… La historia…’
GUAYAQUILEÑO.- [Interrumpiendo] ‘… sin
presente, no cuenta. Y los quiteños no están en condiciones de imponer un
nombre. Si los representantes de Cuenca y de Guayaquil no lo aceptamos, el
nombre no será nunca ‘Estado de Quito.’
CUENCANO.- ‘Y no aceptamos. ¡Ni por
putas!’
El quiteño lo mira extrañado al cuencano. Y entiende que la
situación se le ha puesto cuesta arriba. Más que un reclamo, le salió una
plegaria.
QUITEÑO.- ‘Pero señores, ¡tratemos de
llegar a un acuerdo!’
GUAYAQUILEÑO.- ‘La oferta es como sigue:
el nuevo Estado llevará el nombre del territorio del que Quito es la capital,
pero su nombre no será Quito… Se llamará Estado del Ecuador. Y contentos todos.’
QUITEÑO.- ‘Pero ese nombre no
representa la historia de Quito…’
GUAYAQUILEÑO.- ‘No es que cuente. Igual ya
quedamos que Quito no se iba a llamar’
CUENCANO.- ‘Eso ya acordamos. Ni por
putas cambia.’
QUITEÑO.- ‘Pero es que nosotros no lo
acordamos, y…’
GUAYAQUILEÑO.- [Interrumpiendo] ‘Bueeeeno,
acordamos, mucha gente. Los guayaquileños lo acordamos con los cuencanos’.
El quiteño pone ojos de caricatura japonesa. Siente que está
perdiendo, pero vuelve a la carga.
QUITEÑO.- ‘¡Pero Ecuador es un nombre
impuesto por un militar venezolano!’
GUAYAQUILEÑO.- ‘Sí, es un nombre de
compromiso, pero por eso mismo funciona. Ninguno impone su nombre a otros, y de
Quito tomamos el nombre que ahora ustedes tienen. Lo deberían tomar como una deferencia.’
QUITEÑO.- ‘Nosotros no hemos
consentido…’
CUENCANO.- [Interrumpiendo] ‘Pero
nosotros sí. ¡Y no lo cambiamos ni por putas!’.
QUITEÑO.- [Dirigiéndose al Cuencano] ‘Oye,
¿qué es esto de ni por putas?’
CUENCANO.- [Encogiéndose de hombros] ‘No lo sé. Es mi frase en esta borrachera. Ya
llevo desde el mediodía... de ayer’.
GUAYAQUILEÑO.- ‘El cuencano podrá estar
beodo, pero también está en lo cierto. Eso está acordado y resuelto.’
[Dirigiéndose al cuencano] ‘Dígalo ya,
cuencano’.
CUENCANO.- [A viva voz] ‘¡ESTADO DEL ECUADOR
HIP HIP HURRA ESTADO DEL ECUADOR HIP HIP HURRA ESTADO DEL ECUADOR HIP HIP HURRAAAAAA!’.
Jadeante después de su patriada, el cuencano saca una botella de
su leva y bebe un trago largo. Derrotado, el quiteño le pide el concho… Se lo
echa todo de una. El guayaquileño remata:
GUAYAQUILEÑO.- [Dirigiéndose al quiteño] ‘Bueno,
¿somos o no somos el Estado del Ecuador?’.
QUITEÑO.- ‘¿Tenemos otra opción?’.
GUAYAQUILEÑO.- ‘No’.
CUENCANO.- ‘Realmente, no. Hip.’
El quiteño medita, azuzado por el shot de alcohol. Su respuesta le sale del alma:
‘¡Ya qué chuchaffff!’.
En rigor, no existe un registro fidedigno de cómo se adoptó el
nombre ‘Estado del Ecuador’. Según
Ana Buriano, quien ha escrito unas páginas muy válidas para comprender la
historia de este nombre, ‘[s]i bien no hemos localizado la documentación,
debió existir un tipo de acuerdo previo en cuanto al nombre’ (‘Ecuador,
latitud cero. Una mirada al proceso de construcción de la nación’, en:
Chiaramonte, José Carlos et al. (comps.), ‘Crear la
nación. Los nombres de los países de América latina’, Editorial
Sudamericana, Buenos Aires, 2008, p. 185).
El diálogo de estos representantes, sin falsearlo, satiriza ese acuerdo previo.
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