Olmedo y su risible carta a Bello
24 de agosto de 2020
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Contra el Mundo Vegano
23 de noviembre de 2019
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Imagen del diálogo entre la Dra. Polo y el Niño Vaca. El video, acá. |
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Morir así
18 de julio de 2018
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Fútbol y arte
18 de enero de 2017
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El García pre-té de boldo incluso era superhéroe
13 de enero de 2010
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tres comentarios cinematográficos tres
9 de marzo de 2009

Milk
Conocí esta película por esta entrada en la bitácora de Juan Fernando Andrade. De todas maneras, es altamente probable que la publicidad de sus ocho nominaciones al Oscar y la merecida estatuilla que recibió Sean Penn por su memorable actuación como Harvey Bernard Milk me la depararían en el curso de los días. La película, dirigida por Gus van Sant, cuenta la historia del primer hombre de abierta orientación sexual homosexual en ser elegido como miembro del board of supervisors (en español local: concejal) de la ciudad de San Francisco. (Imagínense un concejal similar en la M. I. Municipalidad de Guayaquil: el Androide Nobot would get mad.) La película es el azaroso tránsito de un homosexual de closet a un activista político narrada con solvencia, raptos de ternura y crítica social. Sean Penn, en su discurso de recepción del Oscar, declaró: “Para aquellos que vieron las demostraciones de odio mientras nuestros vehículos llegaban esta noche, pienso que es un buen momento para que aquellos que votaron a favor de la prohibición del matrimonio entre personas del mismo sexo se sienten y reflexionen y que prevean la gran vergüenza que sentirán y la vergüenza que verán en los ojos de sus nietos si continúan apoyando eso. Todos debemos tener los mismos derechos”.
Es probable que los argumentos, como sostenía Ralph Waldo Emerson, no convenzan a nadie, así como no es improbable que sí lo hagan las emociones. Acaso Milk contribuya a emocionarnos lo suficiente como para empezar a comprender que no existen sólidas razones para negarles a los homosexuales lo que Sean Penn reclama, esto es, que todos debemos tener los mismos derechos. Debería ser obvio, pero la estupidez humana es infinita (Einstein dixit) y no lo es.
Be kind, rewind
Un subnormal de nombre Jerry (que lo interpreta Jack Black, un gordito especialista en interpretar subnormales) sospecha que una planta eléctrica ataca su cerebro e intenta sabotearla. La consecuencia de su fallido sabotaje es la capacidad de borrar las cintas de VHS del local donde trabaja su amigo Mike (otro subnormal, interpretado por Mos Def): Jerry las borra todas. La respuesta de Jerry y Mike ante este hecho es empezar a filmar las películas que se borraron. Ahí comienza lo bueno: su primera producción es Ghostbusters, que se convierte en inmediato éxito barrial. Le siguen Rocobop, Odisea 2001, El Rey León, decenas de otras. A todas estas películas se las llama sweded (suecadas) porque se argumenta que demoran en llegar y cuestan más porque provienen de Suecia (el término tiene repercusión en la vida real). La historia se torna comunitaria y sentimental, pero se sostiene bien y no busca un estúpido final feliz (ni siquiera a ritmo de jazz). Dirigida por Michael Gondry (sí, el mismo de Eternal Sunshine of the Spotless Mind y director de los vídeos de Bjork) después de fumarse unos porros del porte de la catedral de Colonia (Kölner Dom, para el público ilustrado). Enhorabuena. Chida.
Lenny
Era otro Estados Unidos en esa época. Hace rato que las cosas que dijo Leonard Alfred Schneider (inmortalizado como Lenny Bruce) sobre sexo y religión son moneda común del stand-up comedy. Pero en esa época su actitud no convencional le implicó el inicio de varios juicios por obscenidad: el primero, en octubre de 1961, por enriquecer su rutina de humor con la palabra cocksucker (mamaverga). Dustin Hoffman interpreta, en pleno dominio del personaje y de manera no menos que soberbia, a este Lenny complejo, contradictorio, autodestructivo, al tiempo que frontal y desafiante de las formas que demandaba lo políticamente correcto y la hipocresía generalizada en aquel entonces. Lenny sabía (como lo supo el maestro Fontanarrosa, aquí y acá) que las malas palabras no existen, porque precisamente es su supresión la que les concede el poder, la violencia y el vicio, porque es, precisa y paradójicamente, esa propia hipocresía que las censura la que les concede la fuerza que luego les reprocha.
El filme es trepidante, exhibe una tormentosa relación amorosa (adornada de un par de exquisitas tetas) y una serie de monólogos en los que Hoffman expone el mejor Lenny. Memorable. (Lenny Bruce murió de sobredosis en agosto de 1966.)
Nota: El lector aguzado intuirá que además de compartir origen judío* Milk y Bruce compartieron la reivindicación de derechos. Milk, el derecho al libre desarrollo de su personalidad, a decidir sobre su orientación sexual; Bruce el derecho a la libertad de expresión. Hacia 1974, uno de los perseguidores de Bruce declaró: "hoy en día, cualquier abogado de la acusación que dedicara dos minutos a pensar si Bruce debe ser acusado tendría que hacerse ver de la cabeza". Más todavía, en diciembre de 2003 el Estado de Nueva York, en cabeza del Gobernador George Pataki, le concedió a Lenny Bruce un perdón póstumo en razón de su condena por obscenidad. (Fue el primer perdón póstumo en la historia del Estado; Pataki señaló que era “una declaración del compromiso de Nueva York de sostener la Primera Enmienda de la Constitución”.) At the end, you know, Lenny Bruce was right: su reivindicación es parte de los derechos de toda persona. Acaso Sean Penn lleve razón en su discurso de recepción del Oscar y todos quienes hoy se oponen a la prohibición del matrimonio homosexual (no se diga tanto tonto que se opone, en nombre de Dios u otras abstracciones, a las relaciones homosexuales) cuando pase el tiempo perciban el tamaño de su error y se avergüencen un poco de sí mismos, o peor, sea su propia parentela quienes digan en sobremesa familiar, hey, abuelo [o Papá, o tía Gertrudis, etc.] era un poco tonto, ¿no? Pensaba que algunas personas no tenían derecho a decidir por sí mismas lo qué era lo mejor para ellas. Pues no sean tontos y ahórrense el bochorno.
* Justamente esta mañana leí que “los judíos, arguye Veblen, son de algún modo forasteros en cada país y esa condición les permite ser innovadores y formular críticas lúcidas; críticas, precisamente, de aquellos hechos que están ocultos para las personas que han nacido dentro de la cultura de cada país. Esas personas aceptan hechos como inevitable porción de la realidad; no perciben, no pueden percibir, lo convencional o lo falso que puede haber en ellos. El judío, en cambio, mira objetivamente las culturas occidentales; por eso puede innovar en ellas”. (Borges, Jorge Luis, Textos recobrados (1931-1955), Pág. 267). Para una anotación sobre la influencia de los judíos en Ecuador, v. Hurtado, Osvaldo, Las costumbres de los ecuatorianos, Pág. 277-284.
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Una vez Argentina
22 de febrero de 2009

Eso es cierto. El libro de Andrés Neuman, Una Vez Argentina, puede fungir de competente prueba de ese “Ser Internacional”. Neuman, descendiente de lituanos, polacos, españoles e italianos (pero, ¡cómo no?) advierte en el prefacio que “todos los personajes reales de esta novela aparecen como ficciones. Todas las invenciones que hay en ella quisieran parecer probables”. De esos personajes y sus probabilidades nos habla Neuman en su novela, y lo hace con maestría.
Me interesa, en todo caso, destacar el escenario que influyó para que Neuman y su narrativa sean posibles. En la Argentina de mediados del siglo XIX se dictó una Constitución que, en palabras de Courtis y Abramovich, otorgó una importancia no menor “al aseguramiento de la educación primaria por parte de las provincias –dato que prefigura la importancia de las élites liberales locales otorgarán a la educación como factor de unidad nacional”; fue presidente Sarmiento, quien declaró "gobernar es poblar" y tradujo en hechos la importancia constitucional de la educación. La consecuencia, según el escritor Marcos Aguinis, fue que el sistema educativo “logró una disminución sostenida del monstruoso analfabetismo, aceleró la integración de la avalancha inmigratoria, estimuló el arraigo nacional y el sentimiento de patria. Expandió una base cultural común sobre la que era posible la creación, el respeto y saludables diferencias”.
Para esa misma época en Ecuador gobernó una de las pocas personas que en el siglo XIX se tomó en serio la Presidencia de la República: Gabriel García Moreno. También le concedió importancia a la educación, pero lejos de amalgamar una identidad de país (todavía hoy a retazos) la tiñó de ese fanatismo que tanto lo caracterizó. En materia educativa, en el país se aplicó el artículo 3 del Concordato: “La instrucción de la juventud en las universidades, facultades, escuelas públicas y privadas, será en todo conforme a la doctrina de la Religión Católica”. La consecuencia, según Osvaldo Hurtado, es que el pueblo “cae en el fatalismo, se considera impotente para transformar el mundo, se enajena de la realidad que le rodea y adopta actitudes contemplativas que mantienen estática a la sociedad y facilitan la explotación general”. Esa aciaga realidad no se disipa (digamos, Padre Arregui mediante, por ejemplo) todavía.
Quiero no omitir que la trascendencia cultural de Argentina no está en duda. Acaso este libro de Neuman lo pruebe, acaso sea obra de los constituyentes liberales del siglo XIX y de la férrea voluntad de un hombre. Nosotros, todavía, en otro borde.
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El negro
19 de julio de 2008
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