Todos los miércoles
mi abuela recibe a una porción de sus nietos para almorzar. Los miércoles es
fecha precisa: suele coincidir con partidos de fútbol; más precisa todavía:
suele coincidir con los partidos de la Champions League. Los primos
almorzamos, tenemos nuestra breve y risueña sobremesa, y nos vamos pa’ arriba
al cuarto a ver el fut.
En esos felices años ochenta de mi niñez el fútbol, salvo la Copa Libertadores, la final de la Intercontinental y algún partido de alguna liga europea (en el que jugaban clásicos como la Migajita Littbarski y el Poroto Hassler) o argentina, era asunto local. Muchas de mis emociones de niñez se originaron en la tribuna del Modelo: hubo no pocas lágrimas de derrota; hubo muchas alegrías de victoria. Javier Marías afirma que el fútbol es “la recuperación semanal de la infancia” y es certero. Ahora que la mayoría de mis emociones provienen de torneos como la Champions u otros campeonatos y ligas internacionales (porque hay que hacerse cargo: la belleza de este fútbol, su calidad y técnica, son muy superiores a las que ofrece el torneo local) mi único anhelo es que las emociones que me provoquen me permitan recuperar esos instantes de mi infancia vestida de amarillo y agarrado a los tubos de la tribuna de El Coloso de las Américas.
Varias son las cosas que conspiran para este abandono del torneo local (que, por supuesto, nunca es total porque, pésenos lo que nos pese, en sus canchas se juega no la calidad sino el sentimiento y la fidelidad a una memoria compartida) y que propician esta mirada hacia lo extranjero: como escribí antes, la principal razón es la superior belleza, la mejor calidad y técnica; quiero no omitir, sin embargo, otras razones como la trinca y la mala índole de los jugadores, lo patética y corrupta de la dirigencia y lo prejuiciosos, necios y torpes (cuya torpeza incluye sus vastas y bastas incorrecciones gramaticales) que son los periodistas. Excepciones, por supuesto, las hay; y también el fútbol que hoy admiro, no me llamo a engaño, comparte (en mayor o menor medida) estos tres tristes atributos. Su sensible ventaja sobre el fútbol local es que no tengo ocasión de percibirlo porque me reservo a disfrutar sus 90 minutos de juego. O, justo es decirlo, casi no la tengo: porque ESPN, canal que transmite la Champions, no se salva del periodismo berreta: tiene a este plenipotenciario de los lugares comunes, este paladín cordobés de la languidez verbal y la pobreza de ideas, Mario Alberto Kempes. Este sujeto desespera a la peña y la reacción normal de un espectador sensato es reírse para no llorar. ¡Piedad, pinche Matador: ya cabréate!
En todo caso, hoy la Champions mostró la ostensible diferencia con el fútbol local en el partido en el que el actual campeón, el Manchester United, enfrentó al Villarreal en Old Trafford. No hay, para mí, opción para no irle al Villarreal: no tanto por la obvia afinidad de colores sino porque toma como himno de su club el Yellow Submarine. Un equipo que tiene este detalle goza de toda mi solidaridad y gana mi fidelidad a su causa. Hoy el Villarreal jugó un partido notable y elaboró una jugada colectiva (con pase magistral de Santi Cazorla) que terminó con un taquito del Guille Franco al poste: estuvo a punto de convertirse en uno de los goles más hermosos que yo haya visto en los últimos tiempos y me emocioné como niño con esta jugada. Al final el 0-0 fue un marcador austero para un partido que derrochó tanta dinamia y belleza.
Lo dicho, empezó la Champions. La recuperación semanal de mi infancia ya tengo quien me la sirva.
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