Debo a la feliz conjunción de dos aeropuertos la felicidad de la noche de un lunes. El primero, el Benito Juárez de Ciudad de México, en el que una persuasiva empleada me convenció, sin aparente dificultad, de la necesaria compra de tres botellas de tequila reposado al precio de dos. A todas esas botellas les concedí competente participación en lúdicas noches de braguitas de quitaipón; fueron los saldos de la segunda los que se ofrendaron el lunes de mi evocación. El segundo aeropuerto es el Ezeiza de Buenos Aires, donde la madrugada a la espera del avión que me condujo a Sao Paulo me compré varios libros, entre ellos, el Textos Recobrados (1931-1955) de Jorge Luis Borges, el que según nos lo advierte el editor en su primera página “reúne los escritos de Jorge Luis Borges dispersos en diarios y revistas que quedaron sin publicar en las Obras Completas, en Borges en Sur y en Borges en El Hogar” y “los prólogos del período, realizados para libros de otros autores, que no habían sido recogidos aún”. El editor debería en verdad denominarse las editoras porque la edición la cuidan Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi.
Vuelvo a ese lunes de fraterna y sencilla felicidad en el que los saldos del tequila rendían sus últimos shots. Recuerdo que estábamos en la cocina del departamento del Curro, con él, con mi querida gringa Rachel y con dos amigos de seguro abrazo, y que yo leía, en esos días, el libro de Borges que compré en Ezeiza. Lo saqué, lo puse sobre la mesa y empecé a leerles el siguiente fragmento:
“Es opinión general (o quejumbre mecánica general) que los hombres de las diversas Américas no nos conocemos bastante. Si omitimos de esas Américas la del Norte (que puede enseñarnos mucho o aun todo, así por errores como por aciertos), pienso estrictamente lo contrario. Pienso que infinitamente nos parecemos, con escasas y míseras variantes de color local, y que un conocimiento intensivo sería como esos trabajosos velorios que nos infieren el incómodo trato de aciagos primos derrotados por la urticaria o de pálidas tías que viven a la espera del escorbuto”.
A este párrafo ni le sobran ni le faltan adjetivos: los aciagos primos y las pálidas tías padecen la irónica y clásica precisión borgiana. Seguimos la lectura de fragmentos de otros textos como el célebre, “Yo, judío” (que empieza, “Como los drusos, como la luna, como la muerte, como la semana que viene, el pasado remoto es de aquellas cosas que puede enriquecer la ignorancia –que se alimentan sobre todo de la ignorancia. Es infinitamente plástico y agradable, mucho más servicial que el porvenir y mucho menos exigente de esfuerzos. Es la estación famosa y predilecta de las mitologías”) o la conocida “Historia de los dos reyes y los dos laberintos” (que concluye, “En Babilonia me quisiste perder en un laberinto con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir ni puertas que forzar ni fatigosas galerías que recorrer ni muros que te veden el paso. Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto. La gloria sea con Aquel que no muere”) que se publicaría después en El Aleph. Disfrutamos y comentamos esas lecturas y las brindamos con devoción y a los gritos, como si de la fundación de una Patria se trataba. Es certero que el tequila contribuyó a la intensidad de este momento feliz de literatura y amistad.
Vuelvo a ese lunes de fraterna y sencilla felicidad en el que los saldos del tequila rendían sus últimos shots. Recuerdo que estábamos en la cocina del departamento del Curro, con él, con mi querida gringa Rachel y con dos amigos de seguro abrazo, y que yo leía, en esos días, el libro de Borges que compré en Ezeiza. Lo saqué, lo puse sobre la mesa y empecé a leerles el siguiente fragmento:
“Es opinión general (o quejumbre mecánica general) que los hombres de las diversas Américas no nos conocemos bastante. Si omitimos de esas Américas la del Norte (que puede enseñarnos mucho o aun todo, así por errores como por aciertos), pienso estrictamente lo contrario. Pienso que infinitamente nos parecemos, con escasas y míseras variantes de color local, y que un conocimiento intensivo sería como esos trabajosos velorios que nos infieren el incómodo trato de aciagos primos derrotados por la urticaria o de pálidas tías que viven a la espera del escorbuto”.
A este párrafo ni le sobran ni le faltan adjetivos: los aciagos primos y las pálidas tías padecen la irónica y clásica precisión borgiana. Seguimos la lectura de fragmentos de otros textos como el célebre, “Yo, judío” (que empieza, “Como los drusos, como la luna, como la muerte, como la semana que viene, el pasado remoto es de aquellas cosas que puede enriquecer la ignorancia –que se alimentan sobre todo de la ignorancia. Es infinitamente plástico y agradable, mucho más servicial que el porvenir y mucho menos exigente de esfuerzos. Es la estación famosa y predilecta de las mitologías”) o la conocida “Historia de los dos reyes y los dos laberintos” (que concluye, “En Babilonia me quisiste perder en un laberinto con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir ni puertas que forzar ni fatigosas galerías que recorrer ni muros que te veden el paso. Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto. La gloria sea con Aquel que no muere”) que se publicaría después en El Aleph. Disfrutamos y comentamos esas lecturas y las brindamos con devoción y a los gritos, como si de la fundación de una Patria se trataba. Es certero que el tequila contribuyó a la intensidad de este momento feliz de literatura y amistad.
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