La Sociedad de la Igualdad

9 de septiembre de 2008


A finales de febrero de 1850, en Santiago de Chile, Francisco Bilbao y Santiago Arcos fundaron la Sociedad de la Igualdad. Para ser miembro de esta sociedad, nos cuenta Pierre-Luc Abramson, “era necesario responder solemne y afirmativamente a estas tres preguntas: ‘I) ¿Reconocéis la soberanía de la razón como autoridad de las autoridades? II) ¿Reconocéis la soberanía del pueblo como base de toda política? III) ¿Reconocéis el amor y la fraternidad universal como vida moral?’” (“Las utopías sociales en América latina en el siglo XIX”, Pág. 94).

Las preguntas que formuló la Sociedad de la Igualdad son precisas y vigentes a pesar de habérselas planteado en una sociedad latinoamericana de mediados del siglo XIX. Y no en cualquiera: en un extraordinario libro que analiza la historia chilena (que conseguí en una exquisita librería de Santiago, “Metales Pesados”), de autoría de Felipe Portales y titulado “Los Mitos de la Democracia Chilena. Desde la Conquista hasta 1925”, puede leerse: “Es más, el sello característico de las relaciones sociales del siglo XIX lo daba el extremo autoritarismo y servilismo entre una élite todopoderosa y opulenta y la gran mayoría de los miserables de la ciudad y el campo. Como lo percibió Teodoro Child en 1890: ‘Aparte de Inglaterra, no hay país donde la distinción de clases sea tan marcada como en Chile. Hay hombres blancos y el rebaño humano, los criollos y los peones: los primeros, señores y amos indiscutidos; los segundos, esclavos resignados y sumisos. Es un hábito en Chile no dar siquiera las gracias a un (empleado) doméstico o a un peón después que hayan prestado un servicio, se le considera como un ser absolutamente inferior’. Es así como, más allá del engañoso ropaje democrático de las estructuras políticas del siglo XIX, la estructura y las relaciones sociales existentes en Chile hacían completamente imposible la vigencia de un sistema democrático, donde se aplicara un efectivo respeto a los derechos humanos y la dignidad de las personas” (Pág. 78-79). Es probable que la situación de Chile haya sido más acusada y brutal, pero tampoco tan distinta de la desigualdad social que imperaba en otros países de la región.

Ahora, retomo e insisto: las preguntas que planteó la Sociedad de la Igualdad tienen vigencia y merece exigírselas en la arena política: la razonabilidad de las acciones de las autoridades y los ciudadanos, la soberanía popular y su ejercicio mediante mecanismos de democracia directa, el amor y la fraternidad como normas de conducta, son todas propuestas inconclusas, unas más que otras. Pero me interesa, en particular, esta última idea, la que parece más ingenua, la que el capitalismo rampante en nombre de sus ávidos dioses productivos desestima usualmente con mayor inmediatez, e incluso con violencia: esta idea del “amor y la fraternidad” tan a contrapelo de este ideario “del cada uno, cada uno” que se propone desde un triste sistema económico donde los otros son simples turistas, empleados o cifras: múltiplos de nadie.

No descarto que tercie alguien en este post con una amalgama de ideas al amparo de Hobbes y Friedman (por ejemplo) para pretender la justificación del muro que separa a los (h)unos de los otros: que homo homini lupus, que la puñetera mano invisible del mercado resolverá (aunque invisible, nunca olvida su puñal), que aquello es filosofía barata y zapatos de goma (escucho a Charly mientras escribo esta página, ¡Aguante, García, hoy más todavía!) o quién sabe, adjetivos peores. No lo descarto y no me anticipo a responderlo con citas de filósofos de Occidente (lo que no sería difícil, en todo caso) sino con una referencia a aquella frase que mi amigo argentino Marcos Ezequiel Filardi (Marcos, si lees esto, estaré en Buenos Aires, principios de octubre) nos copió a quienes recibíamos su correspondencia desde África, cuando recorrió a instancias de su coherencia entre pensamiento y obra ese inmenso y olvidado continente (que debería significar una mancha en la despreocupada y autocomplaciente memoria europea): la frase es sencilla pero potente y refleja la ancestral filosofía Ubuntu: “uno es uno, cuando está entre los otros”. Una maza, la frase.

Que el maquillaje (de las cifras de los mercados) no apague nuestra risa.

P.S.- Arriba, Francisco Bilbao y su rebelión capilar.

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