Mi pana Carlitos Ave Zambrano, funcionario eterno y pilar fundamental de la Defensoría do Populo sección Guayitas el Mapa, me extendió una cordial invitación para participar con el tema de Reparaciones en un foro de análisis sobre el delito de tortura, invitación que acepté complacido. En mi intervención me interesó destacar el tema de las reparaciones desde el estudio de un caso concreto, referido al delito de torturas y que involucra al Estado ecuatoriano, en su no inusual trance malevo: el caso del francés Daniel David Tibi vs. Ecuador que sentenció el 7 de setiembre de 2004 la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) quien, entre otras atrocidades, determinó que “durante su detención en marzo y abril de 1996 en la Penitenciaría del Litoral, el señor Daniel Tibi fue objeto de actos de violencia física y amenazado, por parte de los guardias de la cárcel, con el fin de obtener su autoinculpación; por ejemplo, le infligieron golpes de puño en el cuerpo y en el rostro; le quemaron las piernas con cigarrillos. Posteriormente se repitieron los golpes y las quemaduras. Además, resultó con varias costillas fracturadas, le fueron quebrados los dientes y le aplicaron descargas eléctricas en los testículos. En otra ocasión lo golpearon con un objeto contundente y sumergieron su cabeza en un tanque de agua. El señor Tibi recibió al menos siete ‘sesiones’ de este tipo”, las que le produjeron como consecuencia “pérdida de la capacidad auditiva de un oído, problemas de visión en el ojo izquierdo, fractura del tabique nasal, lesión en el pómulo izquierdo, cicatrices de quemaduras en el cuerpo, costillas rotas, dientes rotos y deteriorados, problemas sanguíneos, hernias discales e inguinales, remoción de maxilar, contrajo o se agravó la hepatitis C, y cáncer, llamado linfoma digestivo” (Hechos probados, párrafos 90.50 y 90.52).
Antes de entrar a analizar la parte dispositiva de esta sentencia me preocupé de introducir al auditorio, de manera breve e insuficiente, en el tema de reparaciones: dicha en corto, tal brevedad e insuficiencia se resumió en que la parte dispositiva de una sentencia de la Corte IDH obliga al Estado al que se declara responsable de los hechos a cumplir con una serie de reparaciones en beneficio de las víctimas, obligación ésta de la que el Estado no puede excusarse de ninguna manera (and I mean, de ninguna fuckin’ manera). Adicioné que el cumplimiento de estas obligaciones, en razón de que las cortes internacionales carecen de poder de policía, el Estado suele hacerlo porque lo entiende un compromiso internacional que debe honrar o (muy común en el caso latinoamericano) porque la presión internacional (la “mobilization of shame”) lo conmina a ello. Enfaticé también que el Sistema Interamericano de Protección de Derechos Humanos (que lo componen dos órganos, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Corte IDH), en particular, en razón de la producción jurisprudencial de la Corte IDH, ha desarrollado una vasta e interesante experiencia en materia de reparaciones y que este hecho se debía a la vasta y brutal experiencia en materia de violaciones a los derechos humanos (este subcontinente, Latinoamérica, por poner un caso, le regaló a los idiomas extranjeros la ignominia de la palabra “desaparecidos”) y que, hoy en día, vía contraria a lo que solemos hacer los latinoamericanos (pensar la realidad en clave europea –¿o no es un síntoma de aquello el que el debate sobre la Pachamama o el Sumak kawsay se haya casi reducido a una amalgama de atávicos prejuicios? –mucho se puede decir a este respecto) la Corte Europea de Derechos Humanos piense sus sentencias de reparaciones con referencias a la jurisprudencia de su par americana (espoleados, los europeos, porque bajo la jurisdicción europea hoy se encuentran países que no comparten las “tradiciones constitucionales comunes” de los países de Europa Occidental: bajo esa jurisdicción están Rusia, Turquía o Kazajistán, que no se privan de darle a sus ciudadanos caña con saña asaz brutal).
Hecha que fue esta breve intro, le entré al análisis de la parte dispositiva de la sentencia del Caso Tibi. Destaqué que en esa sentencia se obligó al Estado ecuatoriano a identificar, juzgar y sancionar a todos los autores de las violaciones a los derechos humanos que se declararon en este caso (punto dispositivo 10), a publicar en el Registro Oficial y en un diario de amplia circulación en Francia (donde Tibi vivía para ese entonces) partes de la sentencia (p. d. 11), a hacer pública una declaración formal en que reconozca su responsabilidad internacional por estos hechos (p. d. 12), a establecer un programa de formación y capacitación para el personal judicial, del ministerio público, policial y penitenciario, sobre los principios y normas de los derechos humanos en el tratamiento de reclusos, que cuente con recursos suficientes y en el que participe la sociedad civil (p. d. 13), a pagarle a Daniel Tibi 148.715,00 euros por concepto de indemnización de daño material (p. d. 14), a pagarle a Daniel Tibi y sus familiares 207.123,00 euros por concepto de daño inmaterial (p. d. 15), a pagarle a Daniel Tibi 37.282,00 euros por concepto de costas y gastos de los procesos interno e internacional (p. d. 16), a que las obligaciones pecuniarias se cancelen en euros (p. d. 17), a que esos pagos no se afecten, reduzcan o condicionen por motivos fiscales actuales o futuros (p. d. 18), a que estas reparaciones se cumplan en el período de un año (p. d. 19) y que se sujetan a supervisión por parte de la Corte IDH (p. d. 20). Le recordé al auditorio que esas obligaciones corresponden a lo que la Corte IDH denomina restitutio in íntegrum (restitución integral) que comprende una serie de medidas (muchas de ellas, mencionadas en Tibi vs. Ecuador) que intentan reparar el daño cometido y evitar el daño futuro (esto es, funcionar como “garantía de no repetición”), a saber, indemnizaciones, medidas de derecho interno (reformas legales, implementación de políticas públicas), persecución penal a los responsables de los hechos, disculpas públicas, reparaciones simbólicas, etc.
Dicho toda esta teoría antecedente, entré a la parte sabrosa de mi intervención: a contrastar esta teoría que expone la Corte IDH con la realidad del cumplimiento de las sentencias en el plano local. En particular, el Estado ecuatoriano suele cumplir con las obligaciones pecuniarias (porque de difícil justificación es su incumplimiento: o pagas o no pagas) y las obligaciones de ejecución simple en la que el Estado no suele sufrir mayor desgaste (publicaciones y disculpas, por ejemplo). En aquellas obligaciones, en cambio, en las que el Estado tiene que ejecutar políticas continuadas o que implican un cambio sustancial del statu quo el Estado nos prueba la vergüenza institucional que suele ser: me refiero, en este punto y en el caso concreto de Tibi (aunque ejemplos análogos en otros casos en que se responsabilizó a Ecuador de violaciones a los derechos humanos, sobran) a las investigaciones para identificar, juzgar y sancionar a los autores de las violaciones a los derechos humanos (p. d. 10) y a la implementación de políticas públicas que constituyan una garantía de no repetición de estos atroces hechos (p. d. 13): el Estado amaga (torpemente, pero pretende amagar) y nunca cumple.
Se pueden buscar varias explicaciones para este notorio déficit; yo encuentro que la principal razón era que el diseño institucional era inadecuado. Me explico: en los procesos internacionales litiga en (vale decirlo, muy penosa) representación del Estado la Procuraduría General del Estado, y quien antes tenía la obligación de cumplir las sentencias que esta Procuraduría General perdía era… la propia Procuraduría. Con lo cual, no solo que el Estado le aseguraba a su contraparte en el proceso un litigio mediocre (los funcionarios de la PGE son bien simples de argumentos –la generosidad de estos términos que utilizo me conmueve) y partícipe de una no escasa y muy reprochable cuota de desidia y mala leche, sino que le aseguraba también a las víctimas que el cumplimiento de las reparaciones a las que el Estado se obliga por la sentencia de la Corte IDH sería tortuoso e irresponsable. Este diseño institucional se modificó con un Decreto Ejecutivo de setiembre de este año que instituyó al Ministerio de Justicia y Derechos Humanos como entidad a cargo de la ejecución de las sentencias que emitan órganos internacionales, entre ellos, la Corte IDH. Los funcionarios de este Ministerio provienen de organismos de derechos humanos; son personas comprometidas y conocedoras de esta materia. Lo dije en el foro por experiencia propia (porque me encuentro en fase de ejecución de un caso que sentenció la Corte IDH, el Caso Chaparro Álvarez y Lapo Íñiguez vs. Ecuador): sentarse a conversar con funcionarios del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos es muy diferente a conversar con funcionarios de Procuraduría: en principio, las ideas no son torpes ni tampoco se tiene la mala leche de entorpecer un proceso; más todavía, se siente que uno conversa un mismo idioma y que se quiere conducir el proceso de reparaciones a un mismo propósito: la reparación integral de las víctimas.
Concluí con estas ideas mi intervención, la que quiso describir (de manera breve e insuficiente, insisto) la naturaleza de las obligaciones en materia de reparaciones y valorar también el cumplimiento de las mismas en el derecho interno, con énfasis en las que fueron sus deficiencias de antaño (a cargo de Procuraduría) que esperemos que se conviertan en las mejoras de hogaño (a cargo del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos). No menos puede esperarse de un Estado que ha sabido anteponer a la justicia sus puercas razones (esas razones de Estado que, Sabina dixit, nos han fastidiado, y más todavía en el caso local, chingado, tetraculiado) que ahora sea ésta, la justicia, la que (con sobra de merecimientos) prevalezca.
P.S.- La última compañera de Tibi, Frederique, declaró ante la Corte IDH que sentía “temor de que el señor Daniel Tibi se autoinfiera heridas. Se ha enterado de que padece de cáncer de estómago y lo ve desesperanzado”. Su temor no fue de recibo y la desesperanza terminó por cobrar su víctima: Daniel Tibi se suicidó. Nunca, nunca habrá palabras suficientes para despreciar a quienes le hicieron tanto daño.
Antes de entrar a analizar la parte dispositiva de esta sentencia me preocupé de introducir al auditorio, de manera breve e insuficiente, en el tema de reparaciones: dicha en corto, tal brevedad e insuficiencia se resumió en que la parte dispositiva de una sentencia de la Corte IDH obliga al Estado al que se declara responsable de los hechos a cumplir con una serie de reparaciones en beneficio de las víctimas, obligación ésta de la que el Estado no puede excusarse de ninguna manera (and I mean, de ninguna fuckin’ manera). Adicioné que el cumplimiento de estas obligaciones, en razón de que las cortes internacionales carecen de poder de policía, el Estado suele hacerlo porque lo entiende un compromiso internacional que debe honrar o (muy común en el caso latinoamericano) porque la presión internacional (la “mobilization of shame”) lo conmina a ello. Enfaticé también que el Sistema Interamericano de Protección de Derechos Humanos (que lo componen dos órganos, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Corte IDH), en particular, en razón de la producción jurisprudencial de la Corte IDH, ha desarrollado una vasta e interesante experiencia en materia de reparaciones y que este hecho se debía a la vasta y brutal experiencia en materia de violaciones a los derechos humanos (este subcontinente, Latinoamérica, por poner un caso, le regaló a los idiomas extranjeros la ignominia de la palabra “desaparecidos”) y que, hoy en día, vía contraria a lo que solemos hacer los latinoamericanos (pensar la realidad en clave europea –¿o no es un síntoma de aquello el que el debate sobre la Pachamama o el Sumak kawsay se haya casi reducido a una amalgama de atávicos prejuicios? –mucho se puede decir a este respecto) la Corte Europea de Derechos Humanos piense sus sentencias de reparaciones con referencias a la jurisprudencia de su par americana (espoleados, los europeos, porque bajo la jurisdicción europea hoy se encuentran países que no comparten las “tradiciones constitucionales comunes” de los países de Europa Occidental: bajo esa jurisdicción están Rusia, Turquía o Kazajistán, que no se privan de darle a sus ciudadanos caña con saña asaz brutal).
Hecha que fue esta breve intro, le entré al análisis de la parte dispositiva de la sentencia del Caso Tibi. Destaqué que en esa sentencia se obligó al Estado ecuatoriano a identificar, juzgar y sancionar a todos los autores de las violaciones a los derechos humanos que se declararon en este caso (punto dispositivo 10), a publicar en el Registro Oficial y en un diario de amplia circulación en Francia (donde Tibi vivía para ese entonces) partes de la sentencia (p. d. 11), a hacer pública una declaración formal en que reconozca su responsabilidad internacional por estos hechos (p. d. 12), a establecer un programa de formación y capacitación para el personal judicial, del ministerio público, policial y penitenciario, sobre los principios y normas de los derechos humanos en el tratamiento de reclusos, que cuente con recursos suficientes y en el que participe la sociedad civil (p. d. 13), a pagarle a Daniel Tibi 148.715,00 euros por concepto de indemnización de daño material (p. d. 14), a pagarle a Daniel Tibi y sus familiares 207.123,00 euros por concepto de daño inmaterial (p. d. 15), a pagarle a Daniel Tibi 37.282,00 euros por concepto de costas y gastos de los procesos interno e internacional (p. d. 16), a que las obligaciones pecuniarias se cancelen en euros (p. d. 17), a que esos pagos no se afecten, reduzcan o condicionen por motivos fiscales actuales o futuros (p. d. 18), a que estas reparaciones se cumplan en el período de un año (p. d. 19) y que se sujetan a supervisión por parte de la Corte IDH (p. d. 20). Le recordé al auditorio que esas obligaciones corresponden a lo que la Corte IDH denomina restitutio in íntegrum (restitución integral) que comprende una serie de medidas (muchas de ellas, mencionadas en Tibi vs. Ecuador) que intentan reparar el daño cometido y evitar el daño futuro (esto es, funcionar como “garantía de no repetición”), a saber, indemnizaciones, medidas de derecho interno (reformas legales, implementación de políticas públicas), persecución penal a los responsables de los hechos, disculpas públicas, reparaciones simbólicas, etc.
Dicho toda esta teoría antecedente, entré a la parte sabrosa de mi intervención: a contrastar esta teoría que expone la Corte IDH con la realidad del cumplimiento de las sentencias en el plano local. En particular, el Estado ecuatoriano suele cumplir con las obligaciones pecuniarias (porque de difícil justificación es su incumplimiento: o pagas o no pagas) y las obligaciones de ejecución simple en la que el Estado no suele sufrir mayor desgaste (publicaciones y disculpas, por ejemplo). En aquellas obligaciones, en cambio, en las que el Estado tiene que ejecutar políticas continuadas o que implican un cambio sustancial del statu quo el Estado nos prueba la vergüenza institucional que suele ser: me refiero, en este punto y en el caso concreto de Tibi (aunque ejemplos análogos en otros casos en que se responsabilizó a Ecuador de violaciones a los derechos humanos, sobran) a las investigaciones para identificar, juzgar y sancionar a los autores de las violaciones a los derechos humanos (p. d. 10) y a la implementación de políticas públicas que constituyan una garantía de no repetición de estos atroces hechos (p. d. 13): el Estado amaga (torpemente, pero pretende amagar) y nunca cumple.
Se pueden buscar varias explicaciones para este notorio déficit; yo encuentro que la principal razón era que el diseño institucional era inadecuado. Me explico: en los procesos internacionales litiga en (vale decirlo, muy penosa) representación del Estado la Procuraduría General del Estado, y quien antes tenía la obligación de cumplir las sentencias que esta Procuraduría General perdía era… la propia Procuraduría. Con lo cual, no solo que el Estado le aseguraba a su contraparte en el proceso un litigio mediocre (los funcionarios de la PGE son bien simples de argumentos –la generosidad de estos términos que utilizo me conmueve) y partícipe de una no escasa y muy reprochable cuota de desidia y mala leche, sino que le aseguraba también a las víctimas que el cumplimiento de las reparaciones a las que el Estado se obliga por la sentencia de la Corte IDH sería tortuoso e irresponsable. Este diseño institucional se modificó con un Decreto Ejecutivo de setiembre de este año que instituyó al Ministerio de Justicia y Derechos Humanos como entidad a cargo de la ejecución de las sentencias que emitan órganos internacionales, entre ellos, la Corte IDH. Los funcionarios de este Ministerio provienen de organismos de derechos humanos; son personas comprometidas y conocedoras de esta materia. Lo dije en el foro por experiencia propia (porque me encuentro en fase de ejecución de un caso que sentenció la Corte IDH, el Caso Chaparro Álvarez y Lapo Íñiguez vs. Ecuador): sentarse a conversar con funcionarios del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos es muy diferente a conversar con funcionarios de Procuraduría: en principio, las ideas no son torpes ni tampoco se tiene la mala leche de entorpecer un proceso; más todavía, se siente que uno conversa un mismo idioma y que se quiere conducir el proceso de reparaciones a un mismo propósito: la reparación integral de las víctimas.
Concluí con estas ideas mi intervención, la que quiso describir (de manera breve e insuficiente, insisto) la naturaleza de las obligaciones en materia de reparaciones y valorar también el cumplimiento de las mismas en el derecho interno, con énfasis en las que fueron sus deficiencias de antaño (a cargo de Procuraduría) que esperemos que se conviertan en las mejoras de hogaño (a cargo del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos). No menos puede esperarse de un Estado que ha sabido anteponer a la justicia sus puercas razones (esas razones de Estado que, Sabina dixit, nos han fastidiado, y más todavía en el caso local, chingado, tetraculiado) que ahora sea ésta, la justicia, la que (con sobra de merecimientos) prevalezca.
P.S.- La última compañera de Tibi, Frederique, declaró ante la Corte IDH que sentía “temor de que el señor Daniel Tibi se autoinfiera heridas. Se ha enterado de que padece de cáncer de estómago y lo ve desesperanzado”. Su temor no fue de recibo y la desesperanza terminó por cobrar su víctima: Daniel Tibi se suicidó. Nunca, nunca habrá palabras suficientes para despreciar a quienes le hicieron tanto daño.
3 comentarios:
Pucha loko, tu sentido del humor es demasiado morbido, anonimo. Lo de tibi es una tragedia...
anónimo, te colgué porque respeto el sentido del humor negro tipo South Park. Cabe la posibilidad de que lo hayas comentado con el sólo propósito de burlarte de la tragedia (como bien la describe franciscop) de Tibi en cuyo caso eres un imbécil profundo (sé bien que la frontera es difusa y depende en mucho de la intención de quien emite el comentario). De todas maneras, preferí concederte el beneficio de la duda y pensarlo en clave de negro humor.
no es mucho lo q puedo aportar sobre el caso tibi, pero me llamó la atención ver escrito SETIEMBRE, como en el pasado... bien!
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