Esta anécdota trata de dos
historiadores ecuatorianos: Federico González Suárez y Pablo Herrera González. El primero, un sacerdote nacido en Ibarra en 1844 y muerto en
Quito en 1917; el segundo, un político nacido en Pujllí en 1820 y muerto en
Quito en 1896, con la particularidad de ser el hijo de un sacerdote de su
pueblo natal.
González Suárez es el
historiador par excellence del
Ecuador. El pujilense Herrera González también fue historiador notable: publicó
libros sobre la historia de Quito, la historia de la literatura ecuatoriana, la
biografía de García Moreno, entre otros. Su biblioteca privada era reputada como
una de las más grandes de la capital. Y pasó que en el año de N. S. de 1894,
Herrera González publicó (a nombre interpuesto) una refutación al Tomo IV de la
“Historia General” de González Suárez, que se había publicado ese mismo año (1).
¿Cómo respondió González
Suárez? Pues con una falacia ad-hominem a manera de jab al mentón. Consideró, según lo cuenta Pérez Pimentel, que “el
menos llamado a hablar sobre el relajamiento del clero era el Dr. Herrera (por
su condición de hijo de cura) y lo dejó callado” (2).
De esta manera, un posible
debate entre los dos historiadores quedó reducido a una descalificación por el
origen, perpetrada por el que se supone que era el más brillante de los dos (o
al menos, el más recordado, aunque sea en su versión de calle aniñada de la
capital).
Y, en todo caso, quedó un dato
random: González Suárez podía ser un pelmazo,
tanto como cualquiera.
(1)
‘Rencillas entre padrecillos’.
(2)
‘Pablo Herrera González’.
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