En
memoria de Borges, a 120 años de su nacimiento.
Trujillo
Not Dead.
Bajo el notorio influjo de
Borges, no me resulta extraño concebir este argumento. A día de hoy, 24 de agosto
de 2019, esta idea aún inacabada, la prefiguro así.
La acción transcurre en un
país tenaz y oprimido: proponer a la República del Ecuador es una alternativa muy
verosímil. La historia ocurre en unos meses de los años 2018 y 2019. Un
conservador de tomo y lomo, un tipo que inventó a un partido de derechas nefasto,
un amigo del infame Hurtado; un traidor a las causas democráticas que participó
de las tronchas cuando la Asamblea Nacional se llamaba Cámara Nacional de
Representantes, que apoyó la sucretización, que firmó la Disposición 42 en la
Asamblea Constituyente de 1998 que terminó por convertir en agua de borrajas los
ahorros de millones de personas. Esta rémora conservadora, en los últimos años de
su vida se dio aires de tipo progre junto a los Yasunidos y a algunos profesores
de incuestionable progresismo como Ramiro Ávila Santamaría y David Cordero
Heredia. Sus aliados de la derecha conservadora nunca le perdonaron este
travestismo.
En los anales de la
hipocresía serrana acaso nunca se llegue a saber si fue el mismo Trujillo el que
buscó su redención, o si ésta le fue ofrecida como una dádiva por el mandamás
de la derecha. Es rara la vida: en su ocaso Trujillo tuvo la posibilidad de
hacer triunfar a su vieja causa conservadora pero revestida de progresismo. “Ya
eres un travestí”, le espetó un emisario del mandamás, “pero ahora estás en la
dirección correcta”. Se urdió el plan en Mocolí, se lo refrendó en Carondelet.
Trujillo sabía que la vida
le sería breve. El cúmulo de enfermedades que arrastraba (diabetes melitus tipo
2, cardiopatía hipertensiva y nefropatía diabética) no le auguraban una larga
duración al resto de sus días. Menos aún con este trueque de la paz de su
entorno familiar y del calor de su hogar, por los fragores de la lucha
política. Consciente de que su misión era casi un suicidio, Trujillo se
comprometió. El 6 de marzo de 2018 empezó su tarea: desde esa tarde gris, Julio
César Trujillo fue el Presidente del llamado “Consejo Transitorio” hasta su
muerte, es decir, fue un hombre laboriosamente dedicado a un triunfo oscuro y
su personal redención.
Desde marzo, la sucesión
de hechos es vertiginosa: el Consejo Transitorio destituyó a 28 funcionarios
del régimen anterior, a los que sometió a variados excesos tales como iniciar
los procesos en su contra sin informarles de lo que se los acusaba y con la
investigación en reserva, evaluarlos con unas normas dictadas con posterioridad
a los hechos que se evaluaron y sin respetar el principio de legalidad y,
además, hacer dichas evaluaciones con unos juzgadores que tenían una decisión
tomada de antemano y que no dudaban en omitir las garantías del debido proceso para
llegar a dicha decisión. Una muestra grosera de ello es que la apelación de sus
destituciones, los evaluados la debían presentar ante el mismo órgano que los
había destituido. Previsiblemente, todas las apelaciones fueron rechazadas.
Con todos estos
antecedentes, recién estábamos en los arrabales del abuso. Después de las destituciones
en masa, el Consejo Transitorio se atribuyó la facultad de nombrar a las autoridades
de reemplazo a placer, a través de unas “facultades extraordinarias” por las que
sometía a las autoridades así designadas a su pleno control. Sin advertirlo, el
Ecuador entró a una etapa de dictadura civil, por una concentración de poderes
en un grupo selecto sin necesidad de sujetar su actuación a normas previas, ni de
rendir cuentas de sus actos (todo lo que
es y viene siendo una dictadura desde los tiempos de Roma).
A diferencia del irlandés
Kilpatrick en la Irlanda del siglo XIX, Trujillo contó con un mayor número de
días para la ejecución de su plan de redención. No debió recurrir a las citas
del Julio César de Shakespeare, a pesar de llevar su nombre, como sí debió hacerlo
Kilpatrick en su oprimida Irlanda de 1824. Pudo omitir al bardo inglés y a
Jorge Carrera Andrade de sus alocuciones, que al final se tornaron cada vez más
breves e ininteligibles (fragmentos de ellas parecían un cassette rebobinándose), como si preanunciaran el fallo cerebral que
estaba por ocurrirle. En todos esos días (fueron alrededor de 14 meses), Julio
César Trujillo sirvió cumplidamente a los intereses que lo ungieron.
Como la República del
Ecuador es un país especial y consagrado al Corazón de Jesús desde 1871, es
sospecha que un designio divino acompañó esta epopeya conservadora. La bomba de
tiempo humana que era Julio César Trujillo explotó cuando todavía era el Presidente
del dictatorial Consejo Transitorio: la perfección del momento de su ACV fue
tal, que ocurrió al día siguiente del día en que la institución por él presidida
decidió auto-prorrogarse en sus funciones, en un ilustre abuso final. Fue este
abuso el que cumplió un rol determinante en el relato conservador, pues le permitió
a Trujillo morir en olor republicano de santidad, en aras de convertirlo, como dijo
uno de los beneficiarios de sus tantos abusos, Pablo Celi, en un “mártir de la
democracia”.
Como la muerte de
Kilpatrick en agosto de 1824, como las Festspiele
en Suiza, la muerte de Trujillo fue una representación masiva. Se le rindieron
honores, se le impuso post-mórtem la “Orden de San Lorenzo”, ese invento de unos
fallidos de un lejano agosto; el Canciller acotó que “Julio César Trujillo
estuvo a la altura de esos próceres”. El Presidente ordenó el luto nacional por
cuatro días y las banderas en las instituciones públicas ondearon a media asta.
En la misa de cuerpo presente en La Dolorosa estuvo el Presidente en su silla
de ruedas y los representantes de las más importantes funciones del Estado. Casi
era una plenaria de la derecha conservadora (menos el mandamás: él no salió de
su isla). También estuvo la inefable María Paula Romo, otrora promesa de cambio
devenida en bulldog de esta derecha conservadora
desde su cargo de Ministra de Gobierno, acompañada de su marido, el hijo de
aquel a quien el mandamás declaró no poder sino miccionar sobre él (pues
pegarle era muy poquito). Unánimes, todos cumplieron su parte en exaltar y
honrar una mentira llamada Trujillo.
Gente cercana lo recuerda
a Trujillo, en privado, diciendo que cincuenta años después lo había
comprendido a Velasco Ibarra cuando se declaró dictador en 1970, diciendo que en
este país había la necesidad de un gobierno fuerte pues es “ingobernable”. Era
lo que le faltaba a su notable historial conservador: añorar y ser un émulo de la
última dictadura civil de la república. El cargo de Presidente del Consejo
Transitorio fue su último retroceso, su final travestismo progresista rumbo a
la redención conservadora, al que se le prestó un muy conveniente y colectivo disfraz
por parte de nuestra demacrada clase política.
En esta República del
Ecuador, apenas un trasunto de Costaguana, la oferta de las ideas para
comprender la realidad que se vive es mínima, pero principalmente y mucho peor,
es falsa. No resulta ni inverosímil ni trivial que también se busque fabricar
esta idea de que a Julio César Trujillo, ese inveterado traidor redimido por la
derecha conservadora en sus últimos días, se lo pretenda convertir ahora en héroe nacional. Tal vez nos lo merezcamos.
De Trujillo se han
publicado y aún se publicarán más editoriales, entrevistas, recuerdos y
anécdotas; seguirán más artículos de opinión, acaso libros y especiales de
Ecuavisa, devotos todos de destacar su luciente y renovada estatura moral. Es
apenas lógico suponer que esto último también, el mandamás, ya lo haya tenido
previsto.
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