En la mañana del lunes 9 de Octubre de 1820, en Guayaquil se convocó
a un cabildo abierto para la firma del Acta de la Independencia del Reino de
España. A diferencia de los documentos de otros territorios sudamericanos, en
los que se justificó con mucha lírica el rompimiento con los godos, el acta de
independencia de Guayaquil fue prosaica, carente de emotividad.
El acta que se levantó ese lunes 9 de Octubre de 1820 reconoció el
hecho de la independencia (“habiéndose declarado la independencia por el voto
general del pueblo…”) y dispuso que se proceda a organizar la ciudad en función
de este hecho (“debiendo tomar en consecuencia, todas las medidas que
conciernan al orden político…”). Después de esto se designaron autoridades y al
final constan las firmas de los catorce cabildantes, todos hombres, todos
blancos y descendientes de las familias españolas asentadas en la ciudad. De
esta manera llegó la República a estos pagos (a lo que sería, con el correr de
los años, el Ecuador), sin siquiera cambiar a las autoridades que ejercían en
1820 los cargos de la administración pública por nominación de las autoridades
españolas, pues todos ellos (salvo por el caso de Bernardo de Alzúa) fueron
ratificados por el nuevo gobierno republicano, como consta en el acta.
El acta del 9 de Octubre es un acta desprovista de lírica, expeditiva,
burocrática. Un acta indigna de heroísmo, más propia de un lunes de lluvia.
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