El récord del Estado del Ecuador es que en 23 años, que se cumplirán este noviembre de 2020, el Ecuador ha recibido 23 sentencias condenatorias desde su primera, en el ya lejano caso Suárez Rosero. Su escalofriante récord es a razón de una sentencia por año.
A efectos de la presentación de este récord nefasto, a las 23 sentencias en contra del Estado del Ecuador las divido en dos grupos: el que involucra a la Fuerza Pública como el principal agente de las violaciones cometidas y el que no. Por ‘Fuerza Pública’, se entiende a la Policía y las Fuerzas Armadas.
En el primer grupo hay 14 casos. Seis de ellos están referidos a las violaciones de derechos derivadas de las detenciones hechas por la Policía, durante los años noventa, para procesos penales por narcotráfico: Suárez Rosero (1997), Tibi (2004), Acosta Calderón (2005), Chaparro Álvarez y otro (2007), Herrera Espinoza y otro (2016) y Montesinos Mejía (2020). La explicación de este fenómeno está en la adopción el año 1991 de una nueva ley sobre drogas (la ‘Ley 108’), derivada ‘de los dictados de los tratados internacionales sobre control de drogas y de los nuevos flujos de fondos ofrecidos por el Gobierno estadounidense para programas de control de drogas’. Esto, porque para recibir estos fondos,
‘Ecuador debía comprometerse con el juego de los números: más personas en la cárcel y más acusados por delitos relacionados con drogas. La policía ecuatoriana asumió el acuerdo como una misión encomendada. A cambio de continuar recibiendo la asistencia económica, su trabajo consistiría en detener a tantas personas como fuera posible bajo la Ley 108’ (Edwards, Sandra G., ‘La legislación de drogas de Ecuador y su impacto sobre la población penal en el país’, p. 52).
Los seis casos ante la Corte IDH son consecuencia de esta política perversa. A esto se sumaba un sistema de justicia, en el que ‘quienes son acusados por delitos de drogas son culpables incluso antes de que se lleven a cabo las audiencias (en contraste con personas acusadas por otros delitos de reclusión como el asesinato)’, y en estas acusaciones, ‘la prisión preventiva se aplicaba casi automáticamente y el acusado podía estar detenido indefinidamente’ (Edwards, Sandra G., ‘La legislación…’, pp. 54-55). Tales eran las exigencias de la perversión del sistema y su denominador común fueron las violaciones a la libertad personal (Art. 7 CADH) y a las garantías judiciales (Art. 8 CADH), principalmente, en perjuicio de extranjeros*.
En este grupo que involucra a la Fuerza Pública como el principal agente de la violación de derechos, otros seis casos se refieren a la privación del derecho a la vida de las víctimas: la ejecución extrajudicial por miembros de la Infantería de Marina de una activista por los derechos humanos (Benavides Cevallos, 1998), la ejecución extrajudicial por efectivos del Ejército de tres civiles en el marco de un estado de excepción (Zambrano Vélez y otros, 2007), la muerte en custodia policial del sospechoso de un asalto (Vera Vera y otra, 2011), el homicidio de un adolescente en situación de calle por un policía (García Ibarra y otros, 2015), la muerte de un policía en una riña con otros policías, todos ebrios, en un destacamento policial (Valencia Hinojosa y otra, 2016) y la desaparición forzada de un civil peruano durante el conflicto armado con el Perú (Vásquez Durand y otros, 2017)**.
Para llegar a los catorce casos que componen este grupo, se suman otros que involucran a la Fuerza Pública, pero en sus desvaríos procesales. Un caso es sobre el desacato de un órgano militar al cumplimiento de una sentencia dictada por el Tribunal Constitucional que ordenaba que se lo reintegre a un coronel a las Fuerzas Armadas (Mejía Idrovo, 2011) y el otro es sobre la separación de un teniente, tras un proceso disciplinario interno, por la supuesta comisión de actos sexuales homosexuales dentro de las instalaciones militares (Flor Freire, 2016).
Así, en este breve repaso, el récord de nuestra Fuerza Pública en las sentencias de la Corte IDH lo tiene todo: desde un sistema de corrupción institucionalizada que abusa de personas vulnerables a una ‘justicia’ militar discriminatoria, pasando por casos de desaparición forzada y de ejecuciones extrajudiciales a ‘subversivos’ y pobres, entre muchas otras brutalidades. Así, nuestra Fuerza Pública lo tiene todo… pero todo mal.
Ahora, en el grupo de los casos que no involucran a la Fuerza Pública tenemos a los restantes nueve, que muestran el amplio espectro de la malicia y la deficiencia estatales. Dentro de estos, dos casos tienen como temática principal la vulneración del derecho a la propiedad (Art. 21 CADH), pero son muy distintos entre sí. Uno, es el caso Pueblo Indígena Kichwa de Sarayakyu (2012), que trata sobre la vulneración de la dimensión colectiva de dicho derecho debido a la autorización del Estado del Ecuador a una empresa petrolera privada para que explote un territorio perteneciente a un pueblo indígena de la Amazonía ecuatoriana (en este caso, también participó nuestra Fuerza Pública, pero en el rol secundario y ruin de guarura de la empresa privada).
El otro es el caso Salvador Chiriboga que trata, por contraste con Sarayaku, sobre la vulneración de la dimensión individual del derecho a la propiedad. Este caso es acerca de un proceso de expropiación iniciado por el Municipio de Quito para apropiarse del predio que se convertiría en el Parque Metropolitano de la ciudad (Salvador Chiriboga, 2008). Este es, por cierto, el caso cuya condena ha demandado la más alta erogación económica del Estado ecuatoriano a unas víctimas: en la sentencia sobre reparaciones, la Corte IDH determinó un pago total de 28’140.757,80 dólares por concepto de justa indemnización e intereses.
Otros dos casos se refieren a los abusos cometidos por un órgano político a la independencia judicial. Ambos casos tratan de la actuación del Congreso Nacional durante el Gobierno de Lucio Gutiérrez, cuando a fines del año 2004 dicho órgano destituyó a ocho jueces del Tribunal Constitucional (Camba Campos y otros, 2013) y a 27 jueces de la Corte Suprema de Justicia (Quintana Coello y otros, 2013). Estos casos comparten unas mismas violaciones: a las garantías judiciales (Art. 8 CADH), a la protección judicial (Art. 25 CADH) y a los derechos políticos (Art. 23 CADH), y resultan, también, muy actuales, puesto que la actuación del dictatorial Consejo Transitorio del demencial doctor J. C. Trujillo en la destitución de la Corte Constitucional es una clara violación de estos mismos derechos (sobre la vida loca del doctor Trujillo y sus boys, v. ‘Nuestra ‘Corte Canguro’’ y ‘El Estado borracho (o contra la estupidización)’).
Otro caso, sentenciado este año, se refiere a un inveterado vicio de nuestro sistema penal, cual es el uso abusivo de la prisión preventiva (Carranza Alarcón, 2020). Otros tres casos, por su parte, se refieren a temas de salud. Dos son casos de mala práctica médica (Albán Cornejo y otros, 2007, y Suárez Peralta, 2013) y otro es relativo a un contagio de VIH ocurrido en un banco de sangre de la Cruz Roja (González Lluy y otros, 2015).
El último de estos nueve casos es la más reciente condena que la Corte Interamericana ha dictado en contra del Estado ecuatoriano y que es un caso pionero en la jurisprudencia de la Corte IDH, porque ‘es el primero que trata la Corte sobre violencia sexual contra una niña específicamente en el ámbito educativo’ (Guzmán Albarracín y otras, 2020, Párr. 106)
Sobre este caso Guzmán Albarracín y otras se hablará en detalle en una siguiente entrada.
* Los casos Suárez Rosero y Montesinos Mejía no involucran a extranjeros. Los otros casos involucran a un francés (Tibi), a un colombiano (Acosta Calderón), a un chileno (Chaparro Álvarez) y a colombianos (Herrera Espinoza y Luis Alfonso Jaramillo) y españoles (Eusebio Revelles y Emmanuel Cano), estos cuatro últimos en el caso Herrera Espinoza y otros (aunque de la víctima Cano, no se sabe a ciencia cierta si era español o francés, v. ‘La odisea de Revelles’). Esta preferencia está dada por el carácter más vulnerable de un extranjero: cosas de un sistema perverso.
** No son, por supuesto, estos seis casos los únicos en los que la Corte IDH ha considerado que el Estado del Ecuador ha violado el derecho a la vida de las víctimas. Esta consideración también la ha hecho en otros cuatro casos: en uno por mala práctica médica (Albán Cornejo y otros), en otro por unos explosivos diseminados en el territorio de un pueblo indígena (Pueblo Indígena Kichwa de Sarayaku), en otro por el contagio del VIH a una niña de tres años sucedida en un banco de sangre de la Cruz Roja (González Lluy y otros) y en otro más por la violencia sexual ocurrida en una institución educativa estatal que condujo al suicidio de una adolescente (Guzmán Albarracín y otras).
[continuará…]
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