Unos días atrás, Alfonso
Reece Dousdebés expuso en una columna de opinión de diario El Universo su postura liberal, de la que hice un contrapunto. Esta vez, expuso en su
columna su postura sobre el laicismo.
Reece defiende en su artículo
la idea de un Estado que, de manera general, debe abstenerse de intervenir en
materia de libertad de religión. Es necesario apuntar que, en estricto rigor,
Reece no suscribe todo tipo de abstención estatal, pues entiende que el Estado debe
intervenir para impedir los casos de una “manifestación hostil contra una
religión”.
*
Coincido con Reece en que
el Estado tiene que intervenir, pero creo que el rol del Estado debe ser
distinto a intervenir para silenciar un discurso, por muy “hostil contra una religión”
que pueda parecer (1). Creo, como
Owen Fiss, que la razón del Estado para intervenir “no es tanto el interés de los
individuos por expresarse, sino el interés de la audiencia –la ciudadanía- por
escuchar un debate pleno y abierto de los asuntos de importancia pública” (2).
Reece puede considerar que
la obra del colectivo boliviano Mujeres
creando “Milagroso altar blasfemo” es un bodrio. Es una apreciación
irrelevante: de gustibus non est dispuntandum. Lo clave es comprender
si el colectivo Mujeres creando está
hablando en su obra de “asuntos de importancia pública”.
Un análisis de esta
obra se publicó en Cartón Piedra, escrito por José Miguel Cabrera. Si lo leen,
verán que los temas abordados en la obra “Milagroso altar blasfemo” merecen considerarse
como “de importancia pública” pues como lo explica Cabrera, el discurso de este
colectivo es “a favor de la igualdad, en contra de los femicidios o del aborto
clandestino y en defensa del derecho de las mujeres a decidir sobre sus
cuerpos” (3).
Un Estado comprometido con
la libertad de expresión debe fomentar este tipo de debates, pues su actuación
debe basarse en la idea de que “la protección del discurso público –que asegure
que el público escuche todo lo que debe escuchar- es un fin permisible del
Estado” (4).
*
En resumidas cuentas: las
ideas de Alfonso Reece sobre el liberalismo y el laicismo producen un “efecto
silenciador” para la libertad de expresión. Eso es precisamente lo que Owen Fiss
se propone evitar con su idea de la “protección del discurso público”, pues la
expresión de ideas sobre asuntos de importancia pública debe prevalecer
(salvo los casos de discursos de odio) por sobre la sensibilidad
ofendida de los creyentes de una religión.
Por supuesto, se debe ser muy
cuidadoso en cómo se construye este rol estatal de intervención del Estado para
la “protección del discurso público”. Pero una cosa es segura: esta
intervención es, sin duda, mejor alternativa que tener un Estado con un rol
silenciador como el que propone Reece en estos dos artículos.
(1)
Con la obvia excepción de los discursos de odio.
(2) ‘El efecto silenciador de la libertad de expresión’, p. 24.
(3) ‘El comodín del ‘no es arte’’.
(4) ‘El efecto silenciador de la libertad de expresión’, p. 22.
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